Una voz que se alza tomada por la voz de sus hermanos; que enuncia lo sagrado de sus cuerpos bajo tierra. Mastica un miedo oscuro, se desdice de la noche del sueño, de la música. Rastrea, cava la tierra, vuelve, para hacerlos visibles. Ofrece lo que tiene: su cuerpo hecho de palabras que replican las de todos. Se transfigura en otros. Mira a los ojos de los muertos. Enciende fuego en las preguntas de los vivos. Se desata las manos y deshace con ellas el silencio, para que el mundo no se desmorone. Atravesada de dolor, cose su lengua al género; borda, su propio nombre sobre el polvo, su pertenencia. Memora, lo que va a suceder; recuerda lo que anuncia. En su quipu, cada nudo una boca que compone el relato Talla la Historia en una piedra que crece del haybinto. Repone lo perdido de la tierra; no se detenga el río, la semilla. Traza un mapa: hacia aquí vengan los ausentes. Los niños, los caídos, los antiguos. La muerte se ahoga en la bandera que los cubre -no ha de haber otra forma más bella de lavar la bandera-. A viva voz, la voz, viene cantando; escribe una plegaria, un vaticinio: mi pueblo, desde esta pequeña piedra se levanta y besa sus fragmentos, reparte la música y el tacto, el tesoro que da el árbol de papa. Dice: hay otro reino por fundar y es de este tiempo. Sobre las huacas se sostiene.
De aquella voz, para nosotros, lectores, un idioma que desliza la hermosura debajo de la lengua. Lengua madre desgarrada entre lo íntimo y lo épico. Y si somos lo que nos interpela, toca, en la escritura, lo que no tiene, y lo restaura. Bebe del riesgo de arrojar las palabras contra el viento. Y aquí no hay pérdida, a nosotros nos queda todo: perdernos en el viento, celebrar el poema. Inés Manzano en el prólogo de Yana wayra.
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